(Día 3)
La Paz.- El mate de coca lo tenía sobrevalorado. Café Alexander, el que tendrá que ser una referencia, cual Central Perk de Friends. Me decepciona, sinceramente: muy suave, un té más. Pero bueno, realmente bueno. Tomaré más de uno, seguro. Sin adicción, claro.
El proceso de adaptación sigue su curso, y empiezo a conocer gente: españoles, franceses, suecos. Salgo con ellos, almuerzo con ellos, tomo café con ellos. Estoy desorientado. Hablan de cosas que, evidentemente, no tengo ni la más remota idea; de lugares que no sé ubicar. Pero sé que es un proceso lento, todo se andará.
La ciudad me empieza a sorprender, quizá porque hoy ya puedo abrir más los ojos. Los puestos ambulantes me sorprenden, su número y aspecto son indescriptibles; las calles asfaltadas de forma extraña; las aceras destrozadas; el tráfico caótico y ruidoso, con cláxones sonando sin sentido ni motivo, movilidad sin ley para nadie; el transporte público, simplemente, apasionante. Dos tipos de taxis, dos de bus. El mejor, sin duda, por sorprendente, el minibus: pequeñas furgonetas, de unas nueve plazas pero donde caben hasta veinte (coste: 1,5 bolivianos, 0,16 euros aprox.), con recorrido fijo pero sin paradas establecidas, cada viajante decide cuando lo toma y lo deja, mientras un tipo/tipa, por la ventana, chilla a los cuatro vientos todas las calles por las que pasa el carromato. Se tiene que ver.
La bebida es lo que más me sorprende. Además de su precio irrisorio, cada trago vale 10 bolivianos (1,07 euros, aprox.), la capacidad de ingesta de alcohol entre los bolivianos es desmedida. Me cuentan que rechazar una copa es un signo descortés; las bodas rigen su éxito por el número de borrachos partido el número de asistentes. A las seis de la tarde, en las plazas más concurridas, es fácil ver jóvenes y no tan jóvenes de agresividad etílica desmesurada y/o tirados por el suelo, sin opción a ponerse en pie para volver a casa con sus esposas-novias-madres. Esa es otra: machismo sin igual vuela por el ambiente boliviano. Pero eso es otro tema: lo que impresiona ahora es la borrachera, la capacidad etílica de este país de Evo.
Y yo, unido a una gilipollez absoluta, directo a la primera miniborrachera, todavía con soroche en el cuerpo, vómito incluido, y a nuevas impresiones de la ciudad. Consigo bar de copas de referencia, Mongo's: ya sólo falta espacio vital propio.
La Paz.- El mate de coca lo tenía sobrevalorado. Café Alexander, el que tendrá que ser una referencia, cual Central Perk de Friends. Me decepciona, sinceramente: muy suave, un té más. Pero bueno, realmente bueno. Tomaré más de uno, seguro. Sin adicción, claro.
El proceso de adaptación sigue su curso, y empiezo a conocer gente: españoles, franceses, suecos. Salgo con ellos, almuerzo con ellos, tomo café con ellos. Estoy desorientado. Hablan de cosas que, evidentemente, no tengo ni la más remota idea; de lugares que no sé ubicar. Pero sé que es un proceso lento, todo se andará.
La ciudad me empieza a sorprender, quizá porque hoy ya puedo abrir más los ojos. Los puestos ambulantes me sorprenden, su número y aspecto son indescriptibles; las calles asfaltadas de forma extraña; las aceras destrozadas; el tráfico caótico y ruidoso, con cláxones sonando sin sentido ni motivo, movilidad sin ley para nadie; el transporte público, simplemente, apasionante. Dos tipos de taxis, dos de bus. El mejor, sin duda, por sorprendente, el minibus: pequeñas furgonetas, de unas nueve plazas pero donde caben hasta veinte (coste: 1,5 bolivianos, 0,16 euros aprox.), con recorrido fijo pero sin paradas establecidas, cada viajante decide cuando lo toma y lo deja, mientras un tipo/tipa, por la ventana, chilla a los cuatro vientos todas las calles por las que pasa el carromato. Se tiene que ver.
La bebida es lo que más me sorprende. Además de su precio irrisorio, cada trago vale 10 bolivianos (1,07 euros, aprox.), la capacidad de ingesta de alcohol entre los bolivianos es desmedida. Me cuentan que rechazar una copa es un signo descortés; las bodas rigen su éxito por el número de borrachos partido el número de asistentes. A las seis de la tarde, en las plazas más concurridas, es fácil ver jóvenes y no tan jóvenes de agresividad etílica desmesurada y/o tirados por el suelo, sin opción a ponerse en pie para volver a casa con sus esposas-novias-madres. Esa es otra: machismo sin igual vuela por el ambiente boliviano. Pero eso es otro tema: lo que impresiona ahora es la borrachera, la capacidad etílica de este país de Evo.
Y yo, unido a una gilipollez absoluta, directo a la primera miniborrachera, todavía con soroche en el cuerpo, vómito incluido, y a nuevas impresiones de la ciudad. Consigo bar de copas de referencia, Mongo's: ya sólo falta espacio vital propio.
La cuadratura del círculo - Vetusta Morla
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