2.11.09

Muertos

(Día 297)
El Alto.- Llegar a Villa Ingenio no es fácil. No recuerdo cuánto tardamos, pero la verdad es que se hizo más que eterno. Subir hasta El Alto ya es un camino demasiado conocido, y cada vez se hace más corto. Pero una vez entramos dentro de la ciudad, olemos y palpamos el caos circulatorio, nos adentramos en calles idénticas de casas enladrilladas, nos peleamos con policías y demás odiseas que son ya una costumbre, entramos en un camino de arena impracticable.
Los micros avanzan a paso lento levantando demasiado polvo, los baches nos hacen chocar con el techo del auto. Al final llegamos a lo que parece una feria, con puestos de comida, camas elásticas y muchos, muchísimos autos como el nuestro.
El cementerio todavía no está lleno. Pero se empiezan a ver familias cargadas de comida y cañas de bambú que se acercan a las tumbas de sus difuntos para pasar el día allá.
Subimos hasta lo más alto del camposanto.
Teodora Marca murió hace tres años, y todos sus parientes montaron sobre la tumba una mesa llena de panes, dulces, bebida, hojas de coca y tabaco. Hablamos con el mayor de ocho hermanos, ahora patriarca de la familia. Nos invita a comer ají de arveja: papa, chuño, pollo, arvejas (guisantes) y demás cosas que no me puedo terminar.
Después nos paramos a hablar con Mariano Ticona. Murió su padre hace más de diez años, y su hijo primogénito cree fervientemente en que el día 1 él vuelve y el 2 retorna, allí donde esté. Para eso hace fabricar caballitos y cóndores de quinua, totalmente comestibles. Evidentmente, nos da uno.
Savino Arias, al pasar por delante de la tumba de su madre, y sin intención de parar allí, nos da un vaso de cerveza. Un poco para la tumba, un poco para la pachamama, y un poco para mi estómago. Llegan unos niños con un librito de oraciones y un saco de nylon lleno de pan y fruta. Se sacan de la cabeza su gorrito andino, y rezan a la madre de Savino, y, a cambio, rellenan su saquito para llevarlo a su pueblo del interior del Altiplano.
Mientras que la mayoría de las tumbas son de gente mayor, Carolina Salinas murió en un accidente de coche cuando estaba a punto de terminar su carrera de medicina en una universidad de La Paz. Me entero de eso cuando una de sus hermanas pequeñas me acerca un plato lleno de pan, pasankallas, naranjas y plátanos. Mareado del calor asfixiante, y sin saber qué hacer, le agradezco el gesto y pongo tanto alimento en la mochila. Pero, a cambio, tengo que rezar a Carolina. Quizá hacía 10 años que no entonaba una pregaria, y al final me sale en catalán. Me quito la gorra, y se me quedan mirando más de una decena de personas esperando que termine. Nunca pasé tanta vergüenza. Pero espero que le sirva. Como recompensa, bebo un vaso de Pepsi.
Villa Ingenio se ha llenado en poco menos de dos horas. Casi no se puede andar, los colores son infinitos, y la música llega de todas partes, mezclada con el sonido de rezos ininteligibles en aimara.
A la espera de que a las doce del mediodía el muerto se vaya, y, quizá, empiece la fiesta de verdad.

Y no estaba muerto - Peret

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