(Día 228)
La Paz.- A las 10.01 se abre la puerta blanca de la oficina. Abrigo hortera que la convierte en una bola, bolso demasiado pequeño, un pañuelo en el cuello. Las mismas gafas de rata de biblioteca, el mismo lunar cerca de la nariz, justo encima de la boca.
Supongo que se lava las manos con el alcohol en gel que obligaron a comprar en el edificio por esto de la gripe A, pero ni me fijo porque no tengo ni el menor interés en lo que hace. Prefiero seguir escribiendo mi segunda nota del día, tras la previa de la jornada intersemanal del Clausura.
Pasa tras mi silla, diciendo un buenos días inaudible. O eso creo.
Enciende su ordenador, que, como siempre, hace un ruido atronador por un problema que nadie ha querido ni descubrir. Sigue sin quitarse el abrigo, ni descolgarse el bolso; supongo que por miedo de que alguien de la oficina, en la que sólo estamos nosotros dos, le robe algo. Como la foto de su boda.
Casi sin dejar respirar al ordenador, ya clica sobre el icono para acceder a Internet. Ha tenido tiempo de ver la foto del fondo del escritorio, donde un tipo delgado y feo (no podría decir cuántas "f" hacen falta para describirle), al que llamaremos Nini, la agarra por detrás en un abrazo que pretende ser romántico, pero en el que ella pone una cara de hastío importante, disimulada por una sonrisa extraña.
Entra en Facebook. Y se sumerge en la red, escribiendo y hurgando en la vida de sus contactos. Me giro, sólo por curiosidad, y no se ha dejado ningún paso de los habituales.
Pasan los minutos. Llega más gente a la oficina, y mientras me preparo una taza de leche en polvo con cacao en polvo en agua hirviendo, la delicia de cada mañana (tengo que recordar que hay que comprar más cacao, que se terminó), pienso si me dijo algo más en las dos horas que llevamos compartiendo el habitáculo al que llamamos oficina.
Y entonces recuerdo la que creo que es la única conversación que hemos tenido, así seria, desde que llegó:
El día está tranquilo, y Muni sigue con la primera nota que tenía para el día. No quiero ni preguntar de qué se trata: sólo sabe hablar de economía, de hidrocarburos, del precio del gas, del descenso de las exportaciones. Y, como no estoy en esa onda, me aburro.
Llega la hora del almuerzo, y nadie sale a comer. Yo, en un ataque de inteligencia, decidí llevarme algo de desayuno a la oficina para salir más tarde, almorzar tranquilamente en casa, y así no volver. Pero se ve que nadie tiene hambre en la oficina, y son las cuatro y nadie comió desde que llegó. No entiendo nada, aunque empiezo a comprender porque he bajado tanto de peso desde que llegué. Debe ser que, como buen boliviano, no quiero comer cuando toca.
Y me voy, tras una jornada de lo más amena, y me despido de mi jefecita. De Muni ni lo intento: como siempre, creo que no me va a responder, y no voy a gastar saliva en ello.
De hecho, creo que es muda.
La Paz.- A las 10.01 se abre la puerta blanca de la oficina. Abrigo hortera que la convierte en una bola, bolso demasiado pequeño, un pañuelo en el cuello. Las mismas gafas de rata de biblioteca, el mismo lunar cerca de la nariz, justo encima de la boca.
Supongo que se lava las manos con el alcohol en gel que obligaron a comprar en el edificio por esto de la gripe A, pero ni me fijo porque no tengo ni el menor interés en lo que hace. Prefiero seguir escribiendo mi segunda nota del día, tras la previa de la jornada intersemanal del Clausura.
Pasa tras mi silla, diciendo un buenos días inaudible. O eso creo.
Enciende su ordenador, que, como siempre, hace un ruido atronador por un problema que nadie ha querido ni descubrir. Sigue sin quitarse el abrigo, ni descolgarse el bolso; supongo que por miedo de que alguien de la oficina, en la que sólo estamos nosotros dos, le robe algo. Como la foto de su boda.
Casi sin dejar respirar al ordenador, ya clica sobre el icono para acceder a Internet. Ha tenido tiempo de ver la foto del fondo del escritorio, donde un tipo delgado y feo (no podría decir cuántas "f" hacen falta para describirle), al que llamaremos Nini, la agarra por detrás en un abrazo que pretende ser romántico, pero en el que ella pone una cara de hastío importante, disimulada por una sonrisa extraña.
Entra en Facebook. Y se sumerge en la red, escribiendo y hurgando en la vida de sus contactos. Me giro, sólo por curiosidad, y no se ha dejado ningún paso de los habituales.
Pasan los minutos. Llega más gente a la oficina, y mientras me preparo una taza de leche en polvo con cacao en polvo en agua hirviendo, la delicia de cada mañana (tengo que recordar que hay que comprar más cacao, que se terminó), pienso si me dijo algo más en las dos horas que llevamos compartiendo el habitáculo al que llamamos oficina.
Y entonces recuerdo la que creo que es la única conversación que hemos tenido, así seria, desde que llegó:
- Tengo hambre, me parece que pediré una pizza. ¿Quieres algo?
- Sí.
- Vale. ¿Algún gusto en especial, algo que no te guste?
- Da igual.
- ¿La pido grande, no?
- Sí.
- ¿Y quieres algo de beber?
- ...
Llega la jefecita y, como siempre, me quejo de que en esta oficina no se puede trabajar, que nadie habla, que es una mierda. Suena una canción y la invito a bailar, algo que casi nunca rechaza. Si no fuera por estos momentos...- Sí.
- Vale. ¿Algún gusto en especial, algo que no te guste?
- Da igual.
- ¿La pido grande, no?
- Sí.
- ¿Y quieres algo de beber?
- ...
El día está tranquilo, y Muni sigue con la primera nota que tenía para el día. No quiero ni preguntar de qué se trata: sólo sabe hablar de economía, de hidrocarburos, del precio del gas, del descenso de las exportaciones. Y, como no estoy en esa onda, me aburro.
Llega la hora del almuerzo, y nadie sale a comer. Yo, en un ataque de inteligencia, decidí llevarme algo de desayuno a la oficina para salir más tarde, almorzar tranquilamente en casa, y así no volver. Pero se ve que nadie tiene hambre en la oficina, y son las cuatro y nadie comió desde que llegó. No entiendo nada, aunque empiezo a comprender porque he bajado tanto de peso desde que llegué. Debe ser que, como buen boliviano, no quiero comer cuando toca.
Y me voy, tras una jornada de lo más amena, y me despido de mi jefecita. De Muni ni lo intento: como siempre, creo que no me va a responder, y no voy a gastar saliva en ello.
De hecho, creo que es muda.
Era muda - Los Auténticos Decadentes
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