(Día 192)
Manuel Antonio (Costa Rica).- Decidimos dar un paseo justo en el momento que la lluvia da un respiro. Salimos sin nada, simplemente andar por la arena y llegar al pueblo, y mirar dónde está el parque natural donde debemos encontrar a los perezosos, objetivo de nuestro viaje.
Paseamos por la playa, admiramos el océano revuelto (nos preguntamos por qué le llamarán Pacífico en esta situación), andamos por la carretera agarrados de la mano, hablamos de todo, vemos señales de atención perezosos, nos sentamos en un tronco para descansar, compramos papas fritas cuando tenemos hambre, entramos en el camino que va al parque.
Y vemos a un perezoso. Trata de bajar de una palmera con su gesto lento y pausado, sin molestarse por todos los turistas que se acercan a él, a menos de un palmo, y le sacan fotos. Ni se despeina por ello. Sigue con su dificultoso trabajo de deslizarse hacia abajo. Nos quedamos más de cinco minutos observándolo, con la cara de los niños cuando ven algo sorprendentemente mágico. Apenas mueve dos veces los brazos, para desplazarse menos de un metro.
Oímos monos peleándose entre los árboles; alguna disputa de amor, seguramente.
A la vuelta, el perezoso ya no está.
Pero la cara de felicidad sigue en tu rostro. Realmente, es una majeza.
Manuel Antonio (Costa Rica).- Decidimos dar un paseo justo en el momento que la lluvia da un respiro. Salimos sin nada, simplemente andar por la arena y llegar al pueblo, y mirar dónde está el parque natural donde debemos encontrar a los perezosos, objetivo de nuestro viaje.
Paseamos por la playa, admiramos el océano revuelto (nos preguntamos por qué le llamarán Pacífico en esta situación), andamos por la carretera agarrados de la mano, hablamos de todo, vemos señales de atención perezosos, nos sentamos en un tronco para descansar, compramos papas fritas cuando tenemos hambre, entramos en el camino que va al parque.
Y vemos a un perezoso. Trata de bajar de una palmera con su gesto lento y pausado, sin molestarse por todos los turistas que se acercan a él, a menos de un palmo, y le sacan fotos. Ni se despeina por ello. Sigue con su dificultoso trabajo de deslizarse hacia abajo. Nos quedamos más de cinco minutos observándolo, con la cara de los niños cuando ven algo sorprendentemente mágico. Apenas mueve dos veces los brazos, para desplazarse menos de un metro.
Oímos monos peleándose entre los árboles; alguna disputa de amor, seguramente.
A la vuelta, el perezoso ya no está.
Pero la cara de felicidad sigue en tu rostro. Realmente, es una majeza.
Luna de miel a escondidas - Francisco Nixon
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